•martes, julio 27, 2010
Hoy ha llegado a mis manos un folleto de la Virgen de Covadonga, entre otras oraciones viene una para la noche que me ha gustado especialmente, y que ahora dejo aquí.

Padre mío, 
ahora que las voces se silenciaron
y los clamores se apagaron,
aquí al pie de la cama
mi alma se eleva hasta Ti para decirte:
Creo en Ti, espero en Ti,
te amo con todas mis fuerzas.
¡Gloria a Ti, Señor!
Deposito en tus manos la fatiga y la lucha,
las alegrías y desencantos de este día que quedo atrás.
Si los nervios me traicionaron,
si los impulsos egoístas me dominaron,
si di entrada al rencor o a la tristeza,
perdón, Señor ¡ten piedad de mí!
Sí he sido infiel,
si pronuncié palabras vanas,
si me dejé llevar por la impaciencia,
si fuí espina para alguien,
¡perdón Señor!
No quiero esta noche entregarme al sueño
sin sentir sobre mi alma
la seguridad de tu misericordia,
tu dulce misericordia enteramente gratuita, Señor.
Te doy gracias, Padre mío,
porque has sido la sombra fresca
que me ha cobijado durante este día.
Te doy gracias porque
invisible, cariñoso, envolvente,
me has cuidado como una madre, 
a lo largo de estas horas.
Señor, a mi alrededor ya todo es silencio y calma,
envía al ángel de la paz a esta casa.
Relaja mis nervios, sosiega mi espíritu,
suelta mis tensiones,
inunda mi ser de silencio y serenidad.
Vela sobre mí, Padre querido, 
mientras me entrego confiado al sueño,
como un niño que duerme feliz en tus brazos.
Amén.
•lunes, julio 26, 2010
La fama atrae. Ser conocido, ser apreciado, ser acogido, influye profundamente en el corazón de cada ser humano.

Luego, tras la muerte, algunos se convierten en personajes famosos, con estatuas, con biógrafos, con novelas, con calles y diccionarios que recuerdan lo que hicieron, lo que dijeron, lo que pensaron.



Junto a los famosos (héroes, políticos, líderes populares, militares, pensadores, artistas, escritores, filósofos, deportistas, científicos), existen millones y millones de seres humanos, sin reconocimientos, sin historia, sin fama.

El alma queda sobrecogida cuando pasea por cementerios en los que fosas comunes recogen decenas o centenares de cadáveres de personas del pasado, sin nombres, sin fechas, sin reconocimientos. Pero cada uno de esos hombres y mujeres, enterrados sin gloria (sin mármol, sin flores) tienen su pequeña historia, vivieron y murieron en tiempos y en lugares concretos, caminaron sobre nuestros suelos y avanzaron hacia lo eterno.

Los biógrafos y los estudiosos olvidan muchas veces a esos millones de muertos anónimos, mientras buscan reconocer e “inmortalizar” a los “grandes”, a los famosos. Pero existe el riesgo de olvidar que las glorias de muchos hombres y mujeres son frágiles, son pobres, son incluso engañosas, sin esa última palabra que se escribe tras la muerte: la eternidad.

Porque de nada sirven glorias de papel si un corazón no ha sabido amar ni ha podido perdonar a sus semejantes. En el Reino de los cielos los parámetros de juicio son muy diferentes a los nuestros, y la entrada tiene condiciones estrictas que se satisfacen con algo mucho más importante que la fama.

Por eso, lo único que realmente importa en la vida es tomar el Evangelio, descubrir un Amor que puede vencer el mal, pedir perdón por los propios pecados, confiar en la misericordia, y reemprender el trabajo sereno, humilde, que nos hace hombres y mujeres buenos.

Los demás triunfos y aplausos se desvanecen, como cenizas dispersadas por el viento, mientras que el cielo está poblado por hombres, famosos o sin fama, que escogieron la mejor parte, que aceptaron ser lavados por la Sangre del Cordero.




Autor: P. Fernando Pascual