•sábado, abril 17, 2010
Jesús fue mucho más que el fundador de una de las mayores religiones del mundo. Está por encima del cristianismo, en su condición de juez de todo lo que el cristianismo ha hecho en su nombre. Y no puede el cristianismo arrogarse su posesión exclusiva. Porque Jesús pertenece a toda la humanidad.

Es muy fácil usar a Jesús para los propios propósitos (buenos o malos). Pero Jesús fue una persona histórica que tuvo sus propias y profundísimas convicciones, por las que fue incluso capaz de morir. ¿No hay alguna forma de que todos nosotros (con fe o sin ella) podamos dar a Jesús nuevamente hoy la posibilidad de hablar por sí mismo?

Es evidente que deberíamos comenzar por dejar de lado todas nuestras ideas preconcebidas acerca de él. Tampoco podemos partir del supuesto de que, decididamente, no fuera ninguna de estas cosas. Hemos de dejar de lado todas nuestras imágenes de Jesús, conservadoras y progresistas, piadosas y académicas, para que podamos escucharle con una mente abierta.

El punto de vista desde el que se nos presentaba en otros tiempos a Jesús se podía resumir así: Dios es eterno, Suma Bondad, Absoluta Perfección, Principio y Fin de todas las cosas… De esta manera Jesús no revela nada.

La mayoría de los cristianos, no llegan a concebir a Jesús como un hombre auténtico. Le atribuyen quizás un auténtico cuerpo de hombre, pero no una auténtica psicología y una auténtica vida de hombre. Y así, siempre que se planteaba cómo Jesús vivió la oscuridad, la tentación, la duda, la ignorancia en el camino, de inmediato se responde: “Pero, Jesús era Dios”. Con ello lo que se está diciendo es que la humanidad de Jesús no es más que una mera apariencia, como un vestido o disfraz que la divinidad se puede poner y quitar a su gusto. Se nos describía a Jesús, como el Dios hecho hombre, que vino par salvarnos, es decir para “abrirnos las puertas del cielo” que estaban cerradas por el pecado. Sabía que moría precisamente para eso. Desde ese momento, nosotros podríamos merecer la entrada en el cielo, lo cual hasta la muerte de Jesús había sido imposible.

Hasta el siglo XVIII se había relacionado la verdad que nos transmiten los evangelios con la idea de que sus relatos eran siempre estricta verdad histórica, todo lo que nos relatan tuvo que ocurrir tal como nos lo cuentan. Sin embargo, esto no era así, ni podía serlo, y en ello estaban implicados problemas de tipo histórico, literario y teológico.

Los evangelios no son libros históricos; son testimonio y proclamación de la fe de quienes los escribieron. No escribieron para que nosotros sepamos que pasó en Palestina hace más de dos mil año, sino que escribieron para que nosotros creamos.

Jesús no mandó escribir nada, sino que mandó predicar y anunciar la buena noticia de su muerte y resurrección: se hizo hombre como nosotros, amigo de todos, para conducir a todos por el camino de la vida y mostrar a todos el sentido verdadero de la vida humana que vivimos. Era esto lo que los apóstoles predicaban y anunciaban a todo el mundo: Cristo está vivo en medio de nosotros para ayudarnos en el descubrimiento de un sentido para nuestra vida. Con esta predicación, que comenzó en Pentecostés, muchas personas comenzaron a vivir en el amor, e iban surgiendo comunidades que se llamaban cristianos (Hech 11,26), porque creían en Cristo.

Esta gente “cristiana” llevó a cabo un cambio radical en la manera de vivir. Por eso tuvieron que plantearse un montón de problemas y necesidades: ¿cómo comunicar esa fe a los demás?, ¿cómo justificar su fe ante las acusaciones de los judíos y paganos?, ¿podemos seguir observando la ley antigua?, ¿cómo resolver los problemas de la comunidad?, ¿cómo organiza el culto? etc. Querían respuestas a todas esta preguntas tan concretas que se referían a la vida cristiana. Recurrían a los apóstoles y estos les recordaban las cosas que había dicho y hecho Jesús. En la Cena del Señor, los apóstoles contaban algunos de los hechos de Jesús y recordaban algunas de sus enseñanzas. De esta manera, empezó a circular dentro de la comunidad de los cristianos un gran número de narraciones sobre Jesús: trozos de discursos, relatos de milagros, descripciones de los hechos de su vida, frases sueltas dichas por él en diversas ocasiones. Con estas narraciones, obtenidas de los apóstoles como respuestas a sus preguntas, los cristianos intentan orientarse en su vida nueva. Poco a poco, como siempre ocurre, algunos empezaron a hacer colecciones de frases de Jesús (llamada fuente Q), para facilitar de esta manera su memorización y su conservación. Otro hacían colección de sus milagros; otros intentaban catalogar las discusiones que surgieron entre Jesús y los fariseos, etc. Nació así el deseo entre los cristianos de fijar por escrito todo aquello que corría de boca en boca sobre la vida de Jesús, que les habían transmitido los apóstoles. Y así finalmente, cuatro personas, en lugares y en épocas diferentes, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, decidieron coleccionar en una obra, cada cual por su cuenta, lo que pudieron recoger y recordad sobre Jesús. En todo aquel trabajo nuestra fe reconoce la acción del Espíritu Santo, hasta el punto de ver en la palabra de esos evangelios la Palabra de Dios.

Teniendo en cuenta el recorrido de todo este proceso hasta culminar en los evangelios escritos, hemos de preguntarnos: ¿qué testimonio histórico nos ofrecen los evangelios? Como hemos dicho, los evangelios no pueden ser considerados como obras históricas, en el sentido de que todo lo que cuentan haya sucedido tal como nos lo cuentan. Sin embargo, los evangelios nos dan un testimonio sobre la historia de Jesús. De ahí, que los evangelios hemos de leerlos críticamente. Hemos de tener claro cómo debemos interpretarlos, para lo cual nada es más útil que conocer cómo han sido escritos.
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